LA NACIÓN/Mariela Arias.-
EL CALAFATE.- Trepados a las cajas de las camionetas o parados en las banquinas, cientos de personas se agolpaban a la vera de la ruta nacional 3 en una noche de mayo que iba a ser larga. Agitaban banderas; muchos lloraban. No podían creer que uno de ellos hubiera sido tocado por la varita del destino. Carlos Menem había desertado del ballotage. Néstor Kirchner acababa de aterrizar en el aeropuerto de Río Gallegos y estaba a punto de pasar por ahí. Después vendrían siete años de vértigo hasta su muerte. Y otra vez la multitud, entre lágrimas, volvería a recibirlo en otra caravana histórica.
El 15 de mayo de 2003, el gobernador regresó a su ciudad natal ya como presidente electo; en diez días más se sentaría en el sillón de Rivadavia. Muchos en el país apenas lo conocían, pero en Santa Cruz era el dueño de un poder hegemónico: el hombre que había modificado la constitución para permitir su reelección indefinida, armado leyes para configurar una mayoría absoluta en la Legislatura, aleccionado jueces y fiscales, y administrado US$1100 millones de regalías petroleras sin control público.
Ninguno de los que lo esperaban la noche del 15 de mayo en la ruta analizaba el gobierno de Kirchner de los últimos doce años. Esa noche era “un hijo de esta tierra”, el primer santacruceño que había llegado a la presidencia. El resto no eran más que ribetes de la historia que apenas trascendían en las pocas páginas de la prensa local que no había quedado cautiva de las bondades de la publicidad oficial que Kirchner prodigaba.
Esa noche, el flamante presidente electo viajaba en la parte delantera de un autobús de dos plantas junto a su esposa Cristina, su hijo Máximo, su entorno más cercano y una nube de periodistas que llegaron desde Buenos Aires. Tres horas le llevó recorrer, a paso de hombre, nueve kilómetros. Volvía para renunciar a la gobernación y definir el gabinete nacional que anunciaría desde aquí. Kirchner concluía así sus casi once años y cinco meses de gobierno en Santa Cruz.
Pasó el fin de semana en El Calafate, en la austera residencia que los gobernadores tienen aquí -aún no habían construido su chalet patagónico ni comprado tierras a valor fiscal ni eran dueños de ningún hotel- y regresó a Río Gallegos. Grabó un mensaje por el canal provincial y encabezó un acto de despedida en el gimnasio polideportivo Boxing Club, que estuvo colmado por una militancia exultante.
Con la campera de cuero marrón que usaba como cábala en cada elección, camisa a cuadros y pantalón de vestir, compartió escenario con Cristina Kirchner y Daniel Scioli, llegado esa misma mañana a la ciudad. “Este es nuestro lugar en el mundo, y que nadie se equivoque. Jamás nos iremos de aquí. La tarea ahora del nuevo presidente será llevar a la Argentina al lugar que le corresponde en el mundo”, fue una de sus frases más recordadas.
Esos días de hace 20 años fueron la bisagra entre la provincia que gestó el kirchnerismo como proyecto político y la Santa Cruz que se vendría, no exenta de sobresaltos. Su presagio se cumplió: el kirchnerismo aún se mantiene en el poder.
En las dos décadas desde que Néstor Kirchner llegó a la Casa Rosada su agrupación trasladó a la gestión del país muchas de las marcas con las que gobernó en Santa Cruz. Desde la escasa transparencia en el manejo de los fondos públicos hasta las licitaciones armadas para sus socios, pasando por presiones sobre la Justicia y los medios, su provincia fue el laboratorio donde perfeccionaron formas de gestión que luego llevaron a una escala mayor.
En 1982, cuando el regreso a la democracia estaba en ciernes, Kirchner y Cristina crearon su primera agrupación en el peronismo: el ateneo Juan Domingo Perón. La actividad política discurría entre el pequeño local ubicado en la calle Alcorta – del que ya no quedan rastros- y el estudio de abogados en la calle 25 de Mayo, a metros de la casona de tres plantas que durante la presidencia le compraría a la familia Gotti. Luego se la vendería a Lázaro Báez.
Aquel ateneo fue el espacio de pensamiento y discusión, mientras que al territorio y los votos los encontraron en la Unidad Básica Los Muchachos Peronistas, su primer bastión político, en el barrio Evita, una barriada de familias trabajadoras, en su mayoría inmigrantes chilenos.
Allí fue clave el cadete de su estudio, Rudy Ulloa Igor, el primer puntero que construyó parte del capital político de Néstor Kirchner. Se hicieron muy amigos y la sintonía entre ellos fue tal que llegaron a compartir hasta la titularidad de una cuenta con un millón de dólares en el Banco Santa Cruz. Durante años, la Unidad Básica funcionó detrás del Centro Comunitario El Carmen, un espacio social donde el clientelismo social en los 90 estuvo a la orden del día.
Hoy, a instancias de Ulloa, en una esquina del barrio se erige una estatua de Kirchner rodeada de banderas de Latinoamérica. Ulloa trasladó la sede histórica de la unidad básica a la casa de su infancia, a unas pocas cuadras del lugar original.
Rudy fue el hombre que siempre estuvo al lado de Kirchner y su llanto desconsolado en los funerales del expresidente quedó como una de las postales de ese día. En los buenos tiempos se dedicó a construir un holding de medios que vivió de la publicidad oficial por dos décadas. Hoy mantiene vivo el espíritu de su amigo con tres café-parrillas temáticas llamadas NK Ateneo. Están en Río Gallegos, San Telmo y El Calafate, y prometió abrir otra en La Plata para conformar así “el circuito de Kirchner”.
En 1987, con 37 años, Kirchner ganó la intendencia de Río Gallegos por 111 votos. Se impuso sobre Roberto López, quien con el tiempo inauguraría la estirpe de “radicales k”. Muchos recuerdan que esa llegada a la intendencia tuvo más que ver con un repliegue táctico dentro del peronismo local, donde aún no era una figura fuerte, que con sus ganas de ser intendente.
Allí, en esa gestión, a la que le imprimió dinámica, se gestó la mesa chica que repetiría durante más de 20 años: su esposa, Carlos Zannini, Julio De Vido, José López y Ricardo Jaime.
Quienes visiten hoy Río Gallegos verán en la puerta de la intendencia una réplica tamaño real de la figura de Kirchner, sentado, con la expresión pícara en la cara suspendida en el tiempo. Allí, en 1987 nació una forma de gestionar que trasladaría cuatro años después a la gobernación de la provincia en medio de un caos institucional del que no fue ajeno.
En 1989 Cristina Fernández había asumido como diputada provincial y hacía sentir el peso de su espacio político en la Legislatura. En alianza con los renovadores promovió el juicio político al gobernador peronista Jaime Del Val. ¿El motivo? Lo acusaban de haber usado una máquina del Estado en su estancia. Del Val renunció y asumió José Granero, quien también renunció. Marcelino García quedó a cargo de forma interina y a duras penas terminó el mandato. García fue quien realizó el traspaso a Kirchner. Con los años, una hija de García, Rocío, sería pareja de Máximo. Rocío y Máximo convertirían en abuelos a los dos exgobernadores.
Kirchner tuvo claro que debía reformar la Constitución para perpetuarse en el poder y lo hizo dos veces, en 1995 y 1998. En la primera reforma echó al procurador de Justicia, Eduardo Sosa, quien llevó la causa hasta la Corte Suprema y ganó, pero nunca consiguió ser repuesto. La pelea se eternizó a tal punto que Kirchner, que nunca aceptó ceder, 19 días antes de su muerte, en 2010, respaldó en un acto público una rebelión santacruceña contra la Corte, cuyos jueces habían ordenado reponer a Sosa en el cargo. En la segunda reforma constitucional instaló la reelección indefinida.
Como gobernador, inauguró el Hospital Regional Río Gallegos. Lo hizo junto al presidente Carlos Menem con quien entonces tenía buena sintonía. En esas épocas las arcas provinciales se vieron beneficiadas por el acta acuerdo firmada en 1992 entre el Estado Nacional y las provincias productoras de petróleo que reconoció a favor de Santa Cruz US$630 millones en concepto de regalías petroleras mal liquidadas.
El 14 de diciembre del 2002 fue un día histórico para Río Turbio: además del gobernador, llegó en el Tango-10 el entonces presidente Eduardo Duhalde y anunció la derogación del decreto 1052 que él mismo había firmado y permitía la reactivación de la producción de la mina de carbón. ¿La razón de fondo de ese viaje? Reunirse con Kirchner y empezar a sellar el acuerdo de la candidatura presidencial del santacruceño. Lo hicieron al día siguiente, a solas, en la estancia La Soledad, de la familia Gotti, cerca de El Calafate.
En junio de 2004, dos años después, en el yacimiento seguía todo casi igual. La noche del 14 de junio un incendio en el interior de las minas de carbón de Río Turbio dejó enterrados a 14 mineros, víctimas mortales de la precariedad de las instalaciones y la falta de equipos de rescate. Kirchner viajó y vivió allí uno de los días más dramáticos de su novel presidencia.
Eso precipitó el nombramiento al frente de la intervención de Daniel Peralta. Fue la manera de calmar los ánimos y encaminar el yacimiento con el anuncio de la creación de una megausina a carbón. Hoy, 20 años después, Peralta volvió a ser nombrado en el mismo cargo con el mismo objetivo. La megausina sigue en obra. Y el yacimiento no termina de arrancar.
Kirchner nunca se despegó de Santa Cruz y le inyectó fondos como ningún otro presidente lo había hecho, pero jamás pudo resolver sus conflictos políticos.
Sergio Acevedo, el gobernador más votado de la historia, asumió en 2003. Antes, mientras el gobernador de la transición era Héctor Icazuriaga, se blanqueó el saldo de los fondos de la provincia por las regalías petroleras reconocidas por Menem: entre lo que quedaba y lo gastado, la suma ascendía a US$1100 millones. Nunca hubo detalles de los bancos, cuentas, rendiciones de intereses, pero la mayoría kirchnerista en la Legislatura provincial aprobó el informe que le había elevado el Tribunal de Cuentas, sin documentación respaldatoria. En 2005 una causa iniciada en Buenos Aires por el manejo de esos fondos fue archivada por la justicia santacruceña.
Acevedo renunció a la gobernación en el 2006, tras negarse a pagar con fondos provinciales los adelantos de una obra de financiamiento nacional a Austral Construcciones, de Lázaro Báez. Aunque se fue en silencio, sus verdaderas razones trascenderían con el tiempo.
Fue la primera alarma en los albores de la cartelización de la obra pública en manos de Báez. El detalle, paso a paso, se hizo público en el juicio a Vialidad. Báez, Cristina Kirchner y varios funcionarios más terminaron condenados por esa causa, que expuso el vínculo aceitado, público y privado, entre las familias Kirchner y Báez. Al tiempo que Lázaro Báez ganaba licitaciones para la construcción de la mayoría de las obras públicas que se realizaban en Santa Cruz durante las presidencias de Néstor y Cristina Kirchner, era también uno de los empresarios favoritos para sus operaciones comerciales particulares. Desde la administración de los hoteles Alto Calafate, Las Dunas y La Aldea de El Chaltén, hasta otras más personales, como la compra y venta entre ellos de terrenos, casas, departamentos. Es difícil separar el vínculo público del privado.
Esas relaciones profusas y fructíferas durante una década dejaron huellas: escrituras, registros públicos y boletos de compraventa que unieron los apellidos de ambas familias. Cuando en diciembre de 2015, con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia, se interrumpieron los pagos de certificaciones de obra a Austral Construcciones y las empresas constructoras de Báez entraron en la debacle, fue la actual gobernadora, Alicia Kirchner, hermana de Néstor, quien debió sobreactuar y ejecutar el divorcio de las dos familias.
Fue en esa década que se instaló la sospecha de que en esta provincia existían tesoros enterrados, puertas secretas a bóvedas ocultas y contenedores escondidos repletos de dólares. En 2013, Lázaro Báez bajó con periodistas a un subsuelo de su chacra para demostrar que allí había una bodega -y no una bóveda para guardar billetes-. Pero en los tribunales crecían las sospechas y en 2016 el fiscal federal Guillermo Marijuan viajó a Río Gallegos en busca de bienes ocultos.
Las imágenes de sus rastrillajes, con retroescavadoras y helicópteros, recorrieron el país. El fiscal no encontró tesoros bajo tierra, pero confirmó que Lázaro Báez, durante el kirchnerismo, construyó una fortuna que como mínimo alcanzó, según la valuación judicial de 2017, $2750 millones.
Dos años más tarde, el contador histórico de los Kirchner, Víctor Manzanares, declaró como arrepentido que él había escondido bolsos con dinero en el entretecho de su casa. También, que Daniel Muñoz, el secretario privado de Néstor Kirchner, ocultaba bolsos en la casa vacía de la infancia del expresidente. Por su parte, el juez Claudio Bonadio dio por probado que existió una bóveda subterránea en la casa de la expresidenta Cristina Kirchner de El Calafate.
La Justicia sospecha, no obstante, que muchos millones fueron a parar a destinos lejanos. A Muñoz, por ejemplo, le detectaron US$75 millones en propiedades en Estados Unidos. Los investigadores creen que la mitad de ese dinero desapareció y que el resto está invertido en las paradisíacas Turks & Caikos. La sospecha es que esa plata no pertenecía a Muñoz, sino a Kirchner. Según el kirchnerismo, el avance judicial en su contra fue todo parte de un gran “lawfare”.
Cómo símbolo de ese vínculo público y privado entre Kirchner y su amigo constructor, en el cementerio de Río Gallegos se erige un enorme mausoleo que fue donado por Báez. Allí descansan los restos del expresidente.