La música, junto a la danza es una de las expresiones artísticas más antiguas de la humanidad. La ciencia antropológica no ha registrado en la historia de este planeta, un pueblo sin música. Es más, se afirma que la tierra dejara de existir el día no tenga más música.

Lo cierto es que la música ha acompañado todas las actividades de la sociedad humana, desde los ritos religiosos, las ceremonias sociales, el esparcimiento, hasta las guerras y la muerte.

La música popular, como expresión cultural ha servido de identidad de los pueblos. Cuando percibimos el compás de un tango, bosa nova, cueca, jazz, Tahuil, o escuchamos el sonido proveniente de una balalaika, un blues, un flamenco o cualquier otro género tradicional sabemos o imaginamos a que región del mundo nos estamos refiriendo.

La música ha atravesado fronteras y generaciones, mixturándose con otras expresiones y ampliando un gigantesco universo de ritmos que hoy escuchamos en los medios y las redes. Podríamos decir que hay música para todos los gustos.

La música como producto artístico, al igual que un recurso natural o un producto material también se industrializa. En los últimos años hemos asistido a una masificación de la música, donde lo que prima no es la calidad de los interprete, sino la convocatoria. En este sentido se suele confundir popular con masivo.

La música popular tiene color, sabor, sonidos que forman parte de la percepción de una matriz cultural. La música masiva, que la hay incluso de buena calidad, tiene otra dimensión donde el entretenimiento es lo esencial y su mercantilización global la finalidad.

Decía Rubén Blades: “Hay una música que sirve para mover los pies, la cintura, y la cabeza, pero hay otra más valiosa, es la que nos ayuda a mover el pensamiento y los sentimientos”.

Asisto al Festival Nacional del Lago Argentino, por razones de vecindad, (vivo apenas a doscientos pasos de la entrada), todos los años. He visto pasar por el escenario grandes artistas nacionales e internacionales y también he oído el desafinar de varios.

En los últimos años, por razones económicas o tal vez por criterio musical de los organizadores, he observado cierta decadencia estética y una tendencia de emparejar para abajo, (contratar cantantes taquilleros o repetir la grilla con los éxitos musicales que formulan las grandes companias). Se acepta y amplifica la moda de ciertos ritmos movedizos que han desplazado a un lugar de relleno a expresiones genuinas como el tango, el folklore, el jazz y el rock nacional.

Existe también, un prejuicio cultural y un achatamiento intelectual que desprecia la capacidad del gusto musical de la gente. Piensa que el público no va a entender la propuesta que pueden tener artistas de una factura más compleja que supere solo mover los pies.

En esta última edición del festival, el cuartetazo y la cumbia tuvieron el privilegio de servir de cierre de casi todos los shows musicales, sin embargo, en los horarios marginales, casi como teloneros, se pudo apreciar artistas locales y regionales interpretando otros géneros musicales, donde la música sinfónica y la danza fueron protagonistas de alta calidad. Lo que demuestra que en los festivales el auditorio tiene comprensión.

El macrismo dejó una marca cultural en nuestra dirigencia: La música solo es pasatiempo. Un espectáculo donde debemos divertirnos, ser superficiales, gozar la alegría circunstancial, tirar globos, y de paso publicitar obras y promover candidatos, aunque los ciudadanos pierdan derechos sociales y laborales todos los días. Los recitales actuales, como en la marcha que cantaban Alberto Castillo y los Autenticos Decadentes nos invitan a entonar: “Por cuatro días locos que vamos a vivir…. Por cuatro días locos que vamos a vivir…Por cuatro días locos te tenes que divertir” …

Mientras tanto la música y el pueblo espera nuevos escenarios.

*Osvaldo Mondelo, Periodista Diplomado (UNLP)