En una década, el Grupo Petersen pasó de ser una empresa constructora de perfil bajo a convertirse en accionista privilegiado del Banco Santa Cruz y, luego, de YPF, sin haber desembolsado prácticamente un solo dólar en ninguna de esas operaciones. Esa prodigiosa escalada no se explica sin un nombre clave: Néstor Kirchner. Fue en Santa Cruz, en los años noventa, donde se gestó el vínculo político-empresarial que moldearía una de las relaciones más lucrativas entre el poder político y el capital privado en la historia reciente de la Argentina.
Corría 1996 cuando el entonces gobernador Néstor Kirchner anunció que el Banco Provincia de Santa Cruz enfrentaba serias dificultades financieras que ponían en riesgo su liquidez. La decisión fue privatizarlo. Pero no mediante una licitación pública sino mediante una adjudicación directa: Kirchner eligió a dedo al empresario Enrique Eskenazi y le vendió el 51% de las acciones por 10 millones de dólares, aunque esta cifra nunca fue oficializada públicamente. Fue el propio Enrique Eskenazi quien reveló que Néstor Kirchner le pidió que se hiciera cargo del Banco.
A esta gentileza, el gobierno provincial le concedió otra gracia, el Estado se haría cargo del pasivo del Banco de más de 200 millones de dólares a través de un "Banco Residual", cuyos resultados financieros nunca fueron transparentados y cuya cartera incobrable se esfumó en el olvido administrativo.
El Grupo Petersen no sólo se quedó con el manejo del banco por pocas monedas y sin deuda, sino que obtuvo otra joya: el manejo exclusivo de las cuentas sueldo de los empleados públicos y jubilados provinciales, una masa cautiva de 70 mil personas. Lejos de pagar por semejante beneficio, sería el Estado santacruceño el que abonaría un porcentaje mensual estimado en un 2% por los servicios administrativos prestados por el nuevo Banco Santa Cruz. El mismo Estado que había entregado el banco, sin deuda, y con un flujo constante de ingresos garantizados.
A la par de su incursión bancaria, el Grupo Petersen —a través de Petersen, Thiele y Cruz— participaba en licitaciones de obra pública en la provincia. Con la llegada de Kirchner a la presidencia en 2003, esa participación se amplió al terreno nacional. Aunque las principales adjudicaciones quedaron en manos de las empresas de Lázaro Báez, Petersen tuvo un rol peculiar: según Diego Luciani, el fiscal en la causa Vialidad, actuaba como “empresa acompañante”, simulando competencia en licitaciones que siempre ganaban las constructoras afines al kirchnerismo. De las 51 obras viales cuestionadas, Petersen participó en 38, sin adjudicarse ninguna. Es por esto que en su acusación en la causa que condenó a Cristina Fernández y a Báez, entre otros, Luciani pidió investigar al grupo Petersen por cuerda separada.
Pero el negocio mayor llegó en 2008, cuando el Grupo Petersen compró el 25% de las acciones de YPF a la española Repsol, nuevamente sin desembolsar grandes sumas de dinero, en rigor, ni un solo peso. Fue otra jugada maestra avalada por la Casa Rosada: Repsol aceptó que los Eskenazi pagaran con los dividendos futuros de la empresa, bajo el amparo político del entonces presidente Néstor Kirchner, que seguía manejando las riendas del poder desde la trastienda del gobierno de su esposa.
Años más tarde, en 2012, cuando el Estado nacional expropió a Repsol la compañía estatal petrolera, los capitales españoles con Petersen Energía incluido iniciaron una demanda en Nueva York. Ahora, una jueza de ese país condena a la Argentina a pagarles, junto a Repsol, una suma estratosférica de 16.000 millones de dólares. De esa cifra el porcentaje proporcional al paquete accionario.
Es decir, Petersen Energía, va a cobrar en limpio una renta extraordinaria por un negocio no tan limpio, o al menos, no tan claro.
Mientras tanto, el vínculo Kirchner-Eskenazi, nacido en los noventa en los pasillos de Casa de Gobierno en Río Gallegos, terminó condicionando la política energética nacional y abriendo un nuevo frente judicial con consecuencias económicas imprevisibles para la Argentina.